El
día de la Hispanidad lo pasamos preparando exámenes con la mente puesta en el
traslado. Lo celebramos por la noche yendo al pub al que nos dio miedo ir el
día que llegó Ana y que Mafalda nos recomendó, y la cerveza no estaba a precio
de oro pero la comida picaba más de lo esperado (y eso que ya me estoy
acostumbrando, porque el concepto no-picante es desconocido para ellos). Aún
así la terraza nos pareció muy mona y casi ya ni notamos el ruido de la
carretera.
Hoy
tocaba colegio. A las 7 vuelvo al mismo sitio en el que me dejaron plantada el
martes y, ahora sí, aparece el bus del colegio, con su nombre escrito encima de
la pintura amarilla. Espero a que se pare delante de mí, pero no parece tener
intención ni de pararse ni de acercarse, así que me adelanto a la mitad de la
carretera donde estaba ralentizando su paso y me subo en marcha cuando ya todo
el mundo me miraba, supongo que por no haber subido antes, intrigados por mi
espera, desconociendo que de donde yo vengo los autobuses van hasta la acera y
paran hasta que todo el mundo está dentro, o fuera. Lo mínimo que se espera de
un conductor de autobús amarillo escolar es un colega enrollado que diga:
“Aprisa pequeño Jimmy” (dedicado a mis amigos los fans de monólogos) o alguien
parecido al de los Simpson, pero este es un viejete con barba blanca y gorrito
del mismo color que ni siquiera contesta a mi saludo. Pero es que yo entro y
digo “Hi!” porque me creo muy maja, y allí no contesta nadie. Ante tanto
rechazo me siento en la única fila en la que aún está vacía y al medio minuto
entiendo que esto se debe a que está justo detrás de la puerta, y ésta no
cierra. Así que nada de escapar de la contaminación a la que nos tienen
expuestos los rickshaws. El autobús va pasando por barrios más o menos pijos
(no trabajo en un colegio para pobres) en la escala de pijismo india, que no se
parece en absoluto a la conocida. Según van subiendo niños aumenta el
desconcierto ante esta nueva persona y los cuchicheos se hacen evidentes.
Alguien debería comentarles seriamente que la gente blanca y la gente nueva,
ambas, no son de entrada sordas ni tontas. Hasta que entra una mujer y las
niñas de mi lado se lanzan a preguntarle quién soy. Ésta, más entrañable, me
pregunta si soy estudiante o profesora (cuánto encanto) y contesto que la
segunda y de español. Así solucionadas las dudas comienza un debate sobre las
palabras y personas españolas que conoce cada uno. Luego entra otra mujer que es
la de francés, y ahí todo va más fluido.
La
de francés me guía por el colegio. Me enseña la sala de profesores, el horario
(del que ella tampoco se entera mucho) y me dice que tenemos que compartir
clase porque los niños a los que enseñamos están en el mismo curso pero han
elegido diferentes optativas. Yo ya no juzgo y me planteo cómo voy a dar una
clase en la misma aula en la que se está dando otro idioma, pero al final mis
alumnos consiguen un hueco en la biblioteca, y otras clases diferentes. A los
primeros ya les conocía, siguen avanzando; los segundos tienen una pequeña base
de español y resultan encantadores y graciosos (durante el desarrollo de la
clase se me unen dos, que a mitad de francés han decidido que preferían esta
mía), y los terceros son tres novatos con ganas de aprender. La diferencia con mi última experiencia en un colegio es abismal: éste está lleno de profesores sonrientes,
las clases modestas pero bien preparadas, el ambiente inmejorable. Comparo y
esto le da mil vueltas a lo que estaba haciendo el año pasado en un sitio
exactamente igual, y me alegro de no haber renunciado drásticamente como
pensaba hacer al principio.
Acaba
mi clase a la 1 pero el bus no sale hasta las 3, y la de francés me dice que
no me espere, que ella me ayuda a volver. Me enseña el camino hasta la parada
del bus urbano y me dice nombres que no voy a conseguir recordar sola, pero
está muy contenta de poder hacer cosas conmigo, dice que le voy a ayudar a
mejorar su inglés porque si no no puede practicarlo, me cuenta su vida y la de
sus hijos, e intercambiamos móviles. Nos subimos en el bus, que puedo utilizar
si alguna vez siento la falta de contacto humano porque allí sobra, y damos
unas vueltas por la ciudad explicándome ella, muy amable, cada sitio por el que
vamos, como si yo entendiera lo que me está diciendo. Bajamos en una parada, me
acompaña al rickshaw, me deja en casa, y me dice que el próximo día me vuelve a
acompañar porque yo no voy a volver a vivir ahí, y no entiendo por qué me
aprendo caminos que no necesito. Bueno, he hecho una amiga muy maja, eso sí.
En
la puerta me encuentro a Mafalda, que también se muda, a un sitio cerca del
nuestro, por cierto, con las maletas en la puerta. Me extraño, porque se iba a
mudar ayer, y me cuenta que alguien le dijo que era muy malo hacer esas cosas
con luna llena así que por eso se muda hoy. Entre las lunas, los días de suerte
de cada persona, y lo que te impone la cultura, conseguir hacer algo en este
país es un qué apostamos. Yo lo que puedo aportar es que el número 13 era
aquello de que se fueron unos cuantos a cenar y acabaron matando al que
invitaba, pero si nos ponemos cristianas no nos mudamos hasta Navidad. Sale Ana
y decidimos irnos a comer las tres a un restaurante muy majo y barato de la
zona, que es una pena que empecemos a conocer ahora. A las 4 estaba el taxista
esperándonos (hoy no nos han dejado el coche de la jefa). Es una odisea meter
las dos maletas en un coche sin maletero, así que sube una a la baca y pone una
cuerdecilla alrededor del asa, lo que nos tranquiliza bastante poco, y la otra
al asiento del copiloto, impidiéndole el cambio de marcha. Como tampoco lleva
retrovisores el viaje se nos hace eterno porque vemos varios riesgos, pero ya
poco importan estas pequeñas aventuras del día a día.
Llegamos
a la escuela, a casa. Nos suben las maletas y antes de empezar a instalarnos
pedimos el camino al súper porque no tenemos nada, y aún no ha llegado la
cocina. Como cada favor que pides aquí no puede ser hecho sin la bendición de
la jefa, tardamos el resto de la tarde en convencer a la coordinadora de que
nos dejara a la criada, y mientras tanto íbamos proponiéndole otras cosas que
veíamos necesarias y que creíamos que ella podía solucionar, siendo conscientes
de que lo grande hay que pedírselo a Umita, si viene mañana. Al final nos
llevan cuando cierra la escuela. El camino es algo peligroso, pero la calle
está llena de tiendecillas, de bares de esos suyos en los que comen de pie en
la calle, fruta, zumos (dedicado a la que quiere uno de granada: te lo debía, y
aquí saldaré mi deuda), zapateros y sastres, y finalmente un supermercado
pequeño pero con muchas cosas. Compramos básicamente productos de limpieza y
algo para cenar sin cocinar. Es aquí donde sí, por fin, veo Nesquik, y tienen
el de fresa a precio de oro, y el de chocolate en el que luce orgullosa la
etiqueta: 17 tazas, 4 euros. No hay nada que hacer, nos volvemos a casa.
Limpieza
a fondo de frigorífico y baños, porque lo demás tendrá que ser mañana, y nos
sentamos en nuestros sofás a tomar nuestra primera cena, para la que hemos
comprado dulces de Diwali (una especie de Navidad hindú que empieza en una
semana) y echamos de menos una mesa, que parece ser que no entra en las
costumbres indias. Aunque si dicen que cuanto más tienes más quieres, también puedo
decir que cuánto menos tienes menos necesitas. Me doy cuenta de la cantidad de
cosas innecesarias que acumulo, de cuántas cosas puedo prescindir y mantengo
inútilmente. Ana me está enseñando a ser ecológica y ahorradora, y hemos
comprado un jabón muy barato que debe contaminar muy poco (aunque a mí me da
bastante asco, en principio). De mi maleta sobra la mitad, y lo realmente
necesario me lo dejé allí. Aprendo lo que es útil y lo que no, y es, de nuevo,
una lección que no se puede aprender de los demás. Sin duda esta experiencia me
enseñará muchas cosas, y puede que empiece a ser más práctica.
Acaba
la noche con una charla de dos horas, a falta de tele e internet (que tampoco
usamos mucho desde que estamos juntas), en el salón porque nos da pereza bajar
a las escaleras de la calle a recuperar nuestra tradición de la residencia y
conocer a los nuevos vecinos. Mañana vuelvo al registro, a ver si me lo
solucionan, me puedo abrir una cuenta en el banco, me pagan, y me puedo ir de
vacaciones.
Escribo
hoy desde mi tercera cama en la india, esperando que sea la definitiva, en una
habitación grande con cortinas azules, una pizarra de rotuladores, un armario
que huele a nuevo, baño propio (con ducha india) y un silencio que se rompe de
vez en cuando al paso del tren, aunque las vías las tapa un árbol enorme con flores rosas. La diferencia con las tres semanas anteriores
es abismal.